Son dos segundos de felicidad infinita, de alegría contenida en mis ojos somnolientos que se niegan a abrirse y ver el nuevo día. Y luego, como una ráfaga fría, el reconocimiento de aquel personaje maldito que se presenta cuando uno descubre que las cosas no son como cree: la decepción. Miércoles de los horrores. Miércoles de tarde infinita. Miércoles que divide la semana laboral como si fuera un limbo perdido entre el cielo y el infierno. Y ahí estoy yo, guardada en el calor de mi duvet amarillo, escuchando la incesante y voluntariosa voz de mi alarma-despertador, con su vibrar perturbador sobre mi libro de Julio Cortázar; me niego, pero no puedo. Unos ojitos castaños me miran desde el fondo de la habitación a nivel del piso y yo sólo estoy ahí, inerte.
Un pie primero, me digo al tiempo que lo descubro de mi capullo de algodón sintético. Entrecierro mis ojos y de pronto un lengüetazo en los dedos, levántate ya, tengo hambre, me dice el flacucho peludo que me mira desde abajo. Muy bien. Es miércoles y punto.
Camino al trabajo, sin esperanzas, pienso en lo bonita que quedaría la narración de tan tremenda burla de mi cerebro. Y de pronto, como un rayito de luz esperanzado, pienso que quizá todo era una señal que me decía lo bien que la pasaría hoy si, en lugar de pensar que es miércoles, me imagino que ya es viernes. Viernes, bendito viernes eterno; hoy viernes, mañana viernes y siempre viernes. Felicidad diaria instantánea, como si fuera una pildorita para el pensamiento.