Pasada la noche, despierto a una mañana de deliciosos recuerdos que me doy el lujo de saborear uno a uno. Puedo entonces darle rienda suelta a mi memoria para volver a degustar el sonido de las palabras y las risas, redescubrir tu tacto tibio y gentil buscando un fragmento de piel bajo la ropa o sentir tu corazón retumbando en mi cabeza mientras me pierdo en tu abrazo.
Y con cada hora, la luz y el pensamiento se vuelven dueños del día, rompiendo de a poco la suavidad acuareleada que nos regalaba la oscuridad de anoche. Ahora parece como si cada momento contigo hubiera sido parte de un mundo onírico del que inevitablemente debía volver porque no pertenezco a él; un mundo frágil y hermoso, como pompa de jabón de colores tornasol que a capricho se transforma en simple aire.
El tiempo no hace tregua y sigue su habitual camino. Con cada segundo se construye una brecha y las semanas me anclan a esta realidad en la que elegimos estar lejos porque es lo adecuado, es como debemos mantenernos porque quién sabe qué pueda pasar; y al final, sí, esto parece correcto porque yo siento mucho y tú sólo pensabas en las sensaciones que te regalaba la libertad de saber que no hay nada porque lo acordamos, porque así es la razón.
Tan surreal el juego de la percepción que regala muchas verdades de un mismo momento, como si tú y yo no hubiésemos compartido ese tiempo y espacio. Ahora sólo tengo recuerdos que sé un día pueden ser olvido, o con un poco de suerte, la añoranza de mi subconsciente que me gritará una noche -sólo mientras duermo- lo mucho que alguna vez te desee.