Un rayito de luz se escabulló entre tanta oscuridad y se fue a posar en su ojo; inevitablemente la sorprendió. No estaba dormida, es sólo que ya estaba acostumbrada a ese negro constante todo el tiempo y no esperaba que el final volviera así de improviso.
Su primer recuerdo de la infancia era en aquella desierta soledad, jamás podría olvidar el día en el que el blanco brillante le había negado un último vistazo de su mamá y papá. Entre los gritos y el miedo, ni siquiera pudo darse cuenta del momento en el que soltó la mano de su madre, ella sólo corrió hasta encontrarse sin salida, agazapada en una esquina. De pronto, la oscuridad regresó y nunca más se fue.
Pasó el tiempo: un mes… ¿o tal vez diez años? Quién sabe, quizá sólo había sido un día. No importaba mucho, porque a donde girara no había nadie con quien hablar ni nada con qué jugar; se la pasaba en su infinito silencio comiendo las pequeñas partículas de polvo que aparecían alrededor. Así todo el tiempo, cada hora de cada día hasta aquel momento en el que apareció ese rayito de luz que en un parpadeo se convirtió en una cascada blanca que se llevó todo a su paso.
- ¡Y quiero que limpies bien bajo tu cama!
- Sí, mamá… ya te oí.