Los guachitos, pobrecitos. Tienen amigos inquietos que sueñan con poder caminar por el mundo y no depender del pie de su dueño. Todo lo planean en silencio y esperan con paciencia hechos bolita en el cajón hasta el día de lavado. Aguardan a ser ensuciados, sudados y pisoteados de nuevo sólo para llegar a ese momento en que se supone que todos caerán en la lavadora.
Ahí va el humano con su montoncito de tela de colores en los brazos y el calcetín aventurero se prepara.
— Uno... — se agazapa lentamente en el borde mientras el humano abre la lavadora.
–Dos... — voltea y se despide de su compañero, que resignado, se quedará llorando pelusas con la promesa de una vida de retiro entre los guachos.
—¡Tres! — la ropa va entrando en la máquina y el aventurero finalmente brinca. Cae al piso y espera inmóvil a que el humano no note su ausencia. Son momentos de tensión: una playera torpe se separa del grupo y termina a escasos centímetros de él; la ubicación que el calcetín cuidadosamente escogió para pasar inadvertido ahora es vital: el humano se agacha, toma la playera y, milagrosamente, no nota su llana presencia en el suelo.
Suspira aliviado.
Ciclo de lavado normal, detergente y el humano despistado vuelve a la casa. Calcetín lo tiene bien claro y su plan dice que debe esperar al menos cinco minutos tirado en el piso (no vaya a ser que el humano vuelva y lo vea queriendo huir).
Nadie vuelve.
Lentamente se levanta y echa un rápido vistazo aquí y allá. Nada. Nadie. Silencio. Él y sólo él.
Es ahora; ahora o nunca.
El calcetín corre con todas sus fuerzas a esconderse entre las sombras de los triques del patio a esperar la noche y, entonces, al fin ser libre.